martes, 3 de noviembre de 2009

'Mi vecino Totoro', el hermoso misterio de la infancia

No es difícil recordar el panorama de la animación japonesa de mediados de los años ochenta. Lo que nos llegaba a España, que conocía un fabuloso éxito, eran series de muy pobre calidad, tanto en su escritura como en su formalización, y la mayoría de los analistas, que no tenían mucho interés en estudiar a fondo éste fenómeno más allá de nuestras fronteras, despreciaban estos productos y, por extensión, cualquier producto japonés. En aquel tiempo no sabíamos, pobres ignorantes, lo que podía dar de sí, estéticamente hablando, esa prodigiosa industria.

Sin embargo, algunos privilegiados (yo contaba unos diez años), pudimos ver dos películas creadas en aquel lejano país que nos dejaron asombrados. La primera fue ‘Akira’, que aún hoy resulta asombrosa en sus imágenes, y la segunda fue ‘Mi vecino Totoro’, que nos descubrió un talento ahora premiado en festivales internacionales y venerado como un gran maestro del cine, que aquí firmó una de sus más hermosas, libérrimas, inclasificables y conmovedoras películas.

Es duro ser niño

Más que ninguna otra película de su director, inclusiva la última de ellas, esta bella película indaga con gran sensibilidad y compasión en los misterios, no siempre luminosos, a menudo lóbregos, que rodean la más esencial de nuestras etapas vitales, la que algunos definen como la verdadera patria del hombre. Miyazaki observa a la niñez como el paradigma de libertad absoluta, entendida no sólo desde un concepto físico y social, sino sobre todo desde un plano netamente imaginativo o, incluso, espiritual. Los niños como poseedores únicos y exclusivos del mundo tal como es, incluidos todos sus secretos, espíritus y dioses.

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